Un guerrero de corazón, reconocido por propios y extraños y con misión cumplida. Su legado.

Muy cerca de disputar la fase de grupos de la Copa Libertadores, anunció su retiro. Y cuando estaba cerca del retiro, hace ya tres años, llegó a Talleres y se dio el gusto de probarse y exigirse al más alto nivel: la Copa Libertadores. Una vida de leyenda.

Con 40 años, entero, conmovido pero sin quebrarse y con la misma simpleza con la que jugó a lo largo de su impresionante carrera, Pablo Guiñazú le puso un sello: hasta aquí llego.

Casi pasa de largo aquella vez, porque volvía de Brasil, sin tanta actividad en el Vasco da Gama. Parecía que enfilaba para Tucumán, con el Atlético, y sin embargo el destino lo puso donde quería. Porque no podía terminar su etapa como futbolista sin ponerse la camiseta de Talleres, el equipo de los amores de su padre.

Fue un designo celestial, si se quiere, venir a Talleres. Por su viejo, que lo miraba del cielo. 

 A los 37 conoció Córdoba Capital, a la que tenía vista casi de reojo. Y a dónde lo conocían de lejos. Y en tres años se ganó el amor inconcional de los Albiazules y el respeto y la admiración de los hinchas del fútbol corbobés. Dentro de la cancha, y más aún fuera.

En Talleres demostró​ lo que es el fuego sagrado. “Ese que te dice ‘cómo vas a abandonar cagón’, como el mismo graficó. 

Y en Talleres convirtió un gol de antología para un ascenso soñado, y con mucho de misión cumplida. Dedicado al viejo  así, de rodillas y mirando al cielo. Y sin embargo, vendría mucho más.

En Talleres debía completar el círculo. Cerrar una etapa para abrir ahora muchas puertas. Porque seguirá siendo el jugador franquicia, “uno de los más grandes líderes deportivos”, como lo retrató Andrés Fassi, quien vio de cerca a figuras durante cuatro décadas.

El Cholo, el guerrero, el del corte de pelo que lo emparentaba con los Mohicanos, le pone punto final a su condición de futbolista, no a la de leyenda. Ese es su legado.