Talleres volvió a jugar mal y perdió 1-0 contra Platense. La gente insultó al plantel y al gerenciador Carlos Granero.

¿Quién dijo que Talleres no tiene magia? Nada por aquí; nada por allá... Sus futbolistas hicieron desaparecer la paciencia de la gente. La pulverizaron. Tomaron la precaria ilusión de la gente, en cuanto a despegar de tanta chatura, y la convirtieron en un canto desde el alma: "...que se vayan todos / que no quede ni uno solo"...

Como referencia de su realidad, vale citar que sus jugadores sólo arrancaron aplausos de los hinchas dos veces. ¡Dos, en casi 100 minutos!. Uno fue para Diego Pozo, cuando se fue lesionado y el público le reconoció el buen nivel en todo el torneo. El otro, para los intentos del chico Julio Buffarini, quien entró por Eugenio Klein y trató de darle sentido y profundidad a la franja derecha. Buffarini representó la esperanza a la que se aferraron los que se bancaron el calorón en la tribuna. La aprobación a sus corridas fueron el último intento de resistencia, ante la agresión al sentimiento que fue el ¿fútbol? del equipo.

Todos corren. Aunque algunos discutieron a Talleres desde la falta de voluntad, hay que ser justos: lo que no tuvo fue lo que puede edificar alguna diferencia. ¿Correr? Sobraron voluntarios. Algunos más; otros menos. Lo que no hubo fue entidad en el juego. Gastó muchos minutos confiando en Bongioanni para el segundo toque, a partir de la salida prolija de Dragojevich. Trató de soltar a Trullet por la derecha y de animar a Ríos del otro lado, para integrar a Píriz Alvez y Ceballos.

Los problemas empezaron con la falta de confianza, que se fue potenciando con cada pelota perdida. Platense le achicó bien los espacios en el medio y le trazó un embudo en el que la "T" cayó sin siquiera atinar a levantar la cabeza. La falta de recursos complicó la búsqueda de resquicios para entrar. Entonces pasó lo de siempre, la más fácil, lo previsible: pelotazos largos, cantados, inofensivos, que condenaron a los delanteros a una lucha quijotesca.

Los fracasos individuales sujetaron a Talleres contra el piso. Lo ahogaron. Y le permitieron a Platense disponer de ciertas comodidades que lo condujeron al triunfo. El gol puso las cosas en orden. No porque Platense haya sido gran cosa, sino porque a Talleres no podía caberle otra cosa más que la derrota.

La gente, harta de estar harta, pagó con la peor moneda: la indiferencia. Con el silencio que duele. Y aturde.