Se llama Gabriel Ruiz, tiene 94 años y es el mayor de 11 hermanos. Su historia en el barrio.

Era un pibe Gabriel Ruiz cuando se subía al camión de su padre, pasaba cerca del estadio de Talleres y se dirigía hacia el Mercado de Abasto, aquella pequeña ciudad en la que se comercializaban las frutas y las verduras que comían los cordobeses y que estaba instalada a metros del puente Alvear.

Gabriel es hijo de quien le alquilaba una amplia porción de terreno a Francisco de Espinosa, el hombre cuyo apellido le dio identidad al barrio que desde hace muchas décadas le hace costillas a la Boutique, vecina privilegiada, enclavada desde siempre al costado de la avenida Riccheri.

Aquel jovencito se transformó en el mayor de 11 hermanos –seis varones y cinco mujeres–, quienes con sus padres, descendientes de españoles, se dedicaron a cosechar lechuga, achicoria, papa, zanahoria y todo aquello que pudiera crecer desde el suelo y ser alimento sano y fresco para el consumo de la población raleada de aquella época.

En aquel entonces, el ahora estadio Francisco “Paco” Cabasés relucía tras su inauguración en 1931. Gabriel era un adolescente que tenía ganas de meterse en sus entrañas, sentarse en sus tribunas, gritar en primera persona un gol, pero el trabajo en la extensa quinta familiar era la prioridad y se lo impedía.

Hoy, el mayor de los hermanos Ruiz, todos hinchas de Talleres, tiene 94 años y una salud y una gracia envidiables. Cuenta que la familia se transformó de inquilina a propietaria de una parte de aquellos campos y que el paso de los años lo transportó, por fin, al estadio de sus sueños.

Hoy vive en San Antonio de Arredondo, en una casa con un jardín extenso, que en uno de sus costados presenta una parcela en donde Gabriel recrea lo que hizo a mayor escala durante tantos años. En ese pedazo de tierra están empezando a brotar lechuga, achicoria y acelga. Gabriel dice que la huertita lo mantiene activo y lo ayuda a vivir.

Los registros del club, certificables desde 2015, lo ubican como el socio más antiguo, aunque no hay certeza absoluta sobre alguien con más edad, por la falta de datos anteriores a esa fecha. Gabriel es socio vitalicio desde hace 57 años.

Se ríe cuando cuenta que su papá le dio con una bala de sal en una pierna al mismísimo Daniel Willington, que en sus años de adolescencia y aventura se metía clandestinamente junto con sus amigos en la represa de los Núñez para llevarse un pejerrey a su sartén.

El destino, años después, lo ubicaría frente al mismo Willington, pero en el bar del club, jugando a las cartas, contando cuentos o hablando macanas. Ya Daniel había dejado de deleitar a los hinchas con su pegada prodigiosa; ya Gabriel había dejado de ser hacía mucho tiempo el soñador que esperaba los domingos para ir a ver a su equipo.

“Con algunos de mis hermanos lo seguimos al equipo por todo el país. Fuimos a Buenos Aires, a Rosario, a Santa Fe, a Tucumán, a todos lados. Es más, participé de una rifa para recaudar fondos cuando trajeron a Daniel Valencia y a Antonio Rosa Alderete”.

Gabriel tiene la voz finita y las comisuras de los labios bien altas. Su gesto sonriente sólo parece claudicar al recordar aquella más que negra noche del 25 de enero de 1978, cuando como todos los simpatizantes albiazules preparó en su cabeza una fiesta que no pudo concretarse.

“No lo podíamos creer. En ese entonces, yo vivía a unas 10 cuadras del club. Volvimos a casa con mis hermanos y algunos amigos. Llorábamos de la tristeza”, recuerda sobre aquella final trunca ante el Independiente de Ricardo Enrique Bochini como su máxima expresión en el campo de juego, y de José Omar Pastoriza y toda su personalidad en el banco de suplentes.

Ya con 94 años, que celebró rodeado de afectos el sábado pasado, feliz de sentir el silencio y el leve corretear del río, parece buscar la despedida al contar que con su señora, fallecida hace ocho años, viajó en 1982 al país de sus ancestros para ver el Mundial y, más que eso, para ver a Galván y a Valencia, los dos “cordobeses” que seguían vistiendo la camiseta que hoy no deja de alentar, ni aun cuando los furiosos partidos de bochas sean una religión para él y para algunos de sus vecinos en ese pedacito del sur del Valle de Punilla.