La “T” volvió a la Libertadores en un estadio colmado que se estremeció con el triunfo por 2 a 0 frente a São Paulo.

Después de 17 años, en ningún lugar estaba escrito cómo iba a resultar el regreso de Talleres a la Copa Libertadores ni que sería con triunfo 2 a 0 ante São Paulo.

Aquel 27 de febrero de 2002, cuando el equipo dirigido por Mario Ballarino debutó en el torneo ganando 2 a 1, en el Chateau Carreras, al Tuluá de Colombia, con goles de Federico Astudillo y Diego Garay, había quedado muy lejos en el tiempo. Tanto que muchos de los 48 mil espectadores que anoche coparon el Mario Kempes no habían nacido. Eran apenas unos niños o los que hoy son abuelos eran jóvenes aprendices de padres. Y en un contexto totalmente distinto.

Todo cambió. Las formas de jugar, los sistemas de juego, las denominaciones de los puestos, el marketing, la pilcha, los modos, las costumbres, la influencia mediática, la presencia de las redes sociales. Todo. Por eso, para los hinchas matadores que hasta hace poco más de tres años tenían que ir de un lado a otro del interior futbolero visitando las canchas del Federal A, lo que vivieron anoche fue como estar en el limbo. Son recuerdos todavía recientes, pero como para la “T” fue todo tan vertiginoso desde aquel ascenso en Formosa, en octubre de 2015, acomodarse a un partido internacional con características tan distintas fue un desafío.

Y lo hizo ganando. Semejante marco festivo y de algarabía merecía que fuera así. Tanto habían esperado que cuando Juan Ramírez, a los 13 minutos del complemento, marcó el primer gol de la “T” en su vuelta al mayor torneo continental, la explosión en las tribunas hizo temblar el cemento. Y no fue frente a cualquier rival.

Fue contra el São Paulo, ganador de tres de esas copas que los hinchas albiazules estaban acostumbrados a ver por TV, de dos copas intercontinentales, de un Mundial de Clubes, de una Copa Conmebol y de una Sudamericana. Un equipo con prosapia, con legajo, con chapa, que quizá no tenga la jerarquía de aquel que dirigió Telé Santana, por ejemplo, pero que es digno de la mejor tradición, hoy aggiornada por cierto, del fútbol brasileño.

Y Talleres se le paró de igual a igual. Le hizo sentir que iba a tener que hacer mucho para llevarse algo de Córdoba. Que si ellos tenían al “profeta” Hernanes, acá estaba “el Cholo” Guiñazú, el que le enseñó las profecías al rezo de los profetas. Que si venía Pablo con todos sus atributos para inquietar arriba, Talleres tenía al endiablado Sebastián Palacios para complicarle la existencia a su defensa. Que si Bruno Alves estaba para meter miedo atrás, el equipo de Juan Pablo Vojvoda tenía a Juan Cruz Komar para ponérsela parda. Y que el lateral brasileño típico de quinta velocidad, Leonardo Godoy, estaba vestido de albiazul y no de tricolor.

Talleres jugó con inteligencia, pero también con ambición. Con convicción, aún cuando la pelota no le pertenecía y debió sufrir, porque en ningún lugar estaba escrito que le resultaría cómodo. Con decisión y potenciándose, terminó dejando la imagen de un equipo maduro, conocedor de sus virtudes y limitaciones, dándose hasta el lujo de hacer debutar a Enzo Díaz, un jugador con algunos minutos en la Superliga, y Vojvoda lo lanzó al ruedo. Y cuando el partido se moría, llegó el segundo, el de Pochettino, otro que tenía que demostrar que estaba la altura de lo que se espera de él.

Talleres ganó 2-0 y se quedó con medio pasaje a la próxima fase de la Copa. Pasaron 17 años, pero el equipo se mostró maduro, como si en todo ese tiempo hubiera sido parte del paisaje de la Libertadores. Como para que su gente se fuera con semejante alegría, preparando los pasajes y el check in para viajar hacia el Morumbí, la semana que viene, con toda la ilusión en las maletas.

El texto original de este artículo fue publicado el 7/02/2019 en nuestra edición impresa.