El director de Radio María combina su vocación de fe con una enorme pasión por el deporte. Fue basquetbolista de selección y llegó a probarse como futbolista en Independiente. Hoy está muy ligado al club de barrio Jardín.

Su llama deportiva se consumió en 1982 para encender a continuación la de la fe y la vocación sacerdotal. Con sólo 17 años, Javier Soteras tenía sobre su espalda una trayectoria interesante que iba de la mano de sus innegables condiciones para la práctica del básquetbol y, en menor medida, del fútbol. Pero la Iglesia era su destino.

Hoy, a los 50, es el director de Radio María y su voz llega todas las mañanas a las 234 emisoras de la iglesia distribuidas a lo largo del país y se puso al frente del Club Fiat, una entidad de eminente función social.

Su obra pastoral es largamente reconocida, pero cobró mayor notoriedad a partir del cónclave que consagró al Papa Francisco en 2013. Talleres, el club con el que se identifica abiertamente, también lo tiene involucrado acercando un rol social a través de su relación con Andrés Fassi.

En su juventud se había destacado como ayuda base en Redes Cordobesas y era una firme promesa de la selección cordobesa de cadetes. Jugó al lado de Héctor Campana y debutó en Primera a los 16 años, pero también “coqueteó” con el Diablo e intentó ser volante central en Independiente de Avellaneda, cuando se presentó a una prueba de selección comandada por “Polo” Toledo, reconocido “caza talentos” del Rey de Copas.

– ¿Qué lugar ocupa el deporte en la vida de un sacerdote?
–El sacerdote es un hombre. Desde mi persona, el deporte estuvo presente desde siempre. Yo llegaba a mi casa, en San Vicente, ataba el guardapolvo al portafolio, lo tiraba por la galería de mi casa y esa era la señal de que había llegado. Eran épocas de puertas abiertas y mi vieja sabía que entraban mis útiles y yo me quedaba afuera jugando al fútbol en la calle. Esa es mi historia, en calle Leartes, entre Estados Unidos y San Jerónimo, con piedras haciendo de arco en la calle y con el cordón de la vereda para tirar paredes. Disfrutábamos de la calle, del baldío. Yo estudiaba en el Garzón Agulla, que estaba al lado de Redes Cordobesas, y en ese club entré a jugar al minibásquet a los 11 años. El deporte me formó en compañerismo, en trabajo en equipo, en liderazgo, en entender que se gana un espacio en el camino que siempre es una lucha cuando uno se traza metas y objetivos. Así como mi meta de antes era meter la pelota en el arco o en el aro, hoy es cumplir con los objetivos que le corresponde a mi lugar dentro de la sociedad como sacerdote.

– ¿Qué les transmite a los jugadores en esas ceremonias previas a los partidos oficiales?
– Nosotros hacemos de eso un espacio interreligioso. Yo siento tener un mandato del Papa Francisco. Él plantea la presencia de los valores interreligiosos en el ámbito del deporte como un lugar de trascendencia que ayuda a traccionar a la sociedad en su conjunto y encontrar esta pasión –en este caso del fútbol– puede ser muy bien canalizada si estamos acompañándola. Pero no estoy solo en esta tarea. Mi amigo, el rabino Marcelo Polakoff, también participa. Que esté Eial Strahman (de religión judía) ayuda, pero Marcelo va por convicciones propias, más allá que no ha logrado que ninguno de los cristianos se circuncide (sonríe).

– ¿Su cercanía a Francisco le permite hablar de deportes y de su pasión?
– Claro que sí. El año pasado estuve cinco veces con él, porque lo acompaño como periodista, no como amigo ni mucho menos. Voy con él en los viajes apostólicos y gracias a Dios he logrado sumarme al grupo de los 70 periodistas que van con el Papa por todo el mundo en esos viajes. Además de sacerdote y amante del fútbol, soy periodista. Esa es mi vocación de servicio en la sociedad. En una ocasión le dije, “Santo Padre, discúlpeme, voy a ponerme de pie porque tenemos que hablar de algo importante: el Club Atlético Talleres”. Da lugar para ese tipo de chanzas. Él las hace cuando habla de San Lorenzo y sabe que cuando hablo de la “T”, me pongo de pie.

– ¿Sabe que está involucrado con el club?
– Absolutamente. Sabe todo. A mí me gustaría que los curas hinchas de Belgrano o de Instituto participen de algo así. Si me invitaran a una celebración de otro club también iría. Me parece un espacio muy interesante, porque no vamos al vestuario de Talleres a dar la bendición para que gane. De eso que se arreglen ellos. Lo que hacemos es la celebración del encuentro, porque entendemos que hay un espacio común en el deporte que puede ser un muy sano si aprendemos a devolverle a la gente que va a la cancha un espíritu de competencia que nos haga mejor todos los días. Cada vez que nos juntamos, con locales y visitantes, transmitimos algún valor que vale la pena ponerlo en el juego, en la cancha. A la larga es una siembra que dará sus frutos.

– Su identificación con Talleres, ¿le jugó alguna vez en contra?
– Siempre. Radio María está en 234 lugares de la República Argentina. No hay uno que no sepa que mi corazón late en azul y blanco. Imagínate lo que pasa con los celestes. Pero tenemos buena relación. Yo soy hincha de corazón. Así como el Papa es hincha de San Lorenzo y nunca diría algo en contra de Huracán, yo tampoco diría jamás algo en contra de Belgrano. Es más, cuando Belgrano le ganó a River, lo celebré a gusto, porque como bien han dicho los dos presidentes de Talleres y Belgrano, lo mejor que le puede pasar al fútbol de Córdoba, es que todas las instituciones, Belgrano, Talleres, Instituto y Racing, estén asociadas para poner al fútbol de esta provincia donde se merece.

–También gritó alguna vez por Unión San Vicente...
– Mi corazón es azul y blanco. Lo de San Vicente fue porque alguna vez llegó a los nacionales y yo lo iba a ver porque era del barrio.

Deporte, iglesia y periodismo

La vida del Padre Javier transitó por caminos marcados por el deporte, la iglesia y el periodismo. Se federó como basquetbolista para Redes Cordobesas y el 16 de diciembre de 1981 debutó en primera, ante Instituto por el Clausura de la Asociación Cordobesa.

Ese día, el juvenil Javier poco pudo hacer para torcer el rumbo de un partido ampliamente favorable a la Gloria, que se aprovechó de la ausencia de la figura de los de barrio General Paz (Héctor Campana) para ganar con un categórico 76-53.

En 1983 ingresó al seminario mayor y tras su ordenación sacerdotal (20 de septiembre de 1990), cinco años más tarde se puso al hombro la idea de poner en funcionamiento la radio de la Iglesia.

– En el básquet no le fue mal. Llegó a ser compañero de Campana y Marcelo Milanesio.
– Según Marcelo, hice bien en hacerme cura (risas). Con él jugué en una selección, aunque lo hice mejor en el club que en un combinado. Estuve en la preselección de cadetes después de haberlo cansado al técnico Rubén Picone con mi insistencia. Era muy audaz, más de penetrar que tirar de afuera, con buen salto, buena destreza y mucha pasión. Jugaba de ayuda base, después me quedé medio petiso para lo que hoy es el básquet (1,81 metros) y entré al seminario a los 17 años. En Redes sólo jugué tres partidos en la primera, antes de que surja la Liga Nacional. Me acuerdo de mi primer juego, ante Instituto. Me puso Antonio Manno, entré y apenas la agarré, tiré al aro. El negro (Edwin) Hopkins me metió una tapa tremenda y dije “voy a seguir tirando lo mismo”.

– ¿Un sacerdote puede tener un ídolo deportivo?
– Sí, claro. Yo pagaba la entrada con gusto para ir a ver a Daniel José Valencia. No había como él. También por Daniel Willington, del que tuve a los 10 años una foto autografiada en la mesita de luz y a la que adoraba como si fuera San José. Esos dos Daniel me marcaron.

– ¿Cuáles episodios deportivos lo impactaron?
– Cuando “el Lole” Reutemann se quedó sin nafta a metros de ganar una carrera (1974). Sufrí mucho, lo mismo que cuando Talleres perdió la final con Independiente. Esas fueron las duras. En alegrías, lo que más celebré fue el partido que le ganamos a Inglaterra en el ‘86. Ese equipo venía golpeado, con poco crédito y verlo crecer unido, peleando, con un fenómeno de liderazgo, fue único.

– De no haber sido sacerdote, ¿hubiera sido basquetbolista, contador o qué?
– Sacerdote, ciertamente. La vocación por el sacerdocio es un designio. Lo puede entender el que lo mira desde la fe. Es una elección que mis amigos no imaginaban. Yo era un hombre de fe, pero no como para lo que terminó siendo. La elección que Dios hace de una persona para el sacerdocio, es contundente. No tuve dudas de lo que me estaba pasando. Sabía que Dios me quería para esto y con todo lo difícil que es ser sacerdote, me encantó la idea.

– Sus compañeros de escuela dicen que no entendían lo que le pasaba.
– Yo tampoco (sonríe). Era una lucha, una resistencia. Una vez le dije a un obispo que era un loco por ser cura con lo lindo que es tener familia. De niño, mi proyección era tener una familia. El día que me ordené, ese mismo obispo me dijo “vos no sabés la familia que vas a tener vos”. Y es verdad, es inmensa.

– ¿Quién era ese obispo?
– El cardenal (Francisco) Primatesta. La lucha era esa. Yo tenía consciencia, a los 17 años, que lo mío no iba a ser una familia, que no iba a tener una mujer al lado mío. Esto es servicio y yo gozo con lo que hago. Ciertamente que como en cualquier estado de vida se pasa por crisis, por dificultades, por tentaciones, pero puede más lo que Dios ha querido para mí y el designio que tuvo para mi persona y yo estoy feliz.