El festejo de los hinchas, los jugadores, el cuerpo técnico y los dirigentes de Talleres es directamente proporcional al esfuerzo y al sacrificio que puso para emerger de un torneo que ni el más pesimista de los fanáticos albiazules pensó que alguna vez a su club le tocaría jugar. Pero sucedió porque los desmanejos institucionales y administrativos terminaron en la debacle general, con quiebra incluida, que depositó a la entidad en una categoría que algunos de sus directivos rotularon “el infierno”, una dura realidad de la cual penó tanto en salir porque varios tardaron en aceptarla, pero que ya es historia.

Cada temporada que la “T” comenzaba en el Torneo Argentino A, quienes estaban a cargo de conducir sus destinos eran conscientes de que salir urgente de esa división constituía el paso fundamental para la reconstrucción.

Todo lo bueno que se pretendiera armar dependía en gran parte de volver a la Primera B Nacional. A principios de este 2013, cuando la excelente campaña ya estaba encaminada, las autoridades del Fondo de Inversión, lideradas por Rodrigo Escribano, pedían cautela y reiteraban que el ordenamiento y saneamiento del club (el otro partido) estaba atado a este ascenso, que llegó anoche.

Un entrenador (apuntalado por sus colaboradores) que supo transmitir calma y trabajo, un plantel liderado por un capitán con mucha chapa (Javier Villarreal), un cuerpo dirigencial que encontró la fórmula y una hinchada conmovedora fueron el cóctel justo para ascender.

Un ascenso digno de ser festejado como está siendo festejado, y que adquiere más trascendencia cuando se dimensiona lo que significará en los 100 años de la vida de Talleres. Y que le hace mucho bien al fútbol de Córdoba, que necesita y disfruta con el crecimiento de los suyos.